Tras un lluvioso fin de semana que nos ha hecho zambullirnos de lleno en el otoño sin un poquito de anestesia y sin darnos tiempo siquiera a desempolvar las botas de lluvia, cierro los ojos y pienso lo lejos que quedaron el verano y las vacaciones. Y en lo bien que me vendría una cena en el que para mí es el mejor restaurante del mundo (repito, para mí lo es, a pesar de no tener ni una sola estrella Michelín en su fachada ni manteles de hilo adornando sus mesas).
Claro que no puedo ser imparcial, de sobra sabéis que siento debilidad por esta ciudad y hablo completa y absolutamente desde la más evidente de las vinculaciones emocionales. Qué le voy a hacer...
Precisamente su encanto radica en su sencillez y pluraridad: comensales de todas la edades, razas y clases económicas. Aunque es, al mismo tiempo, su gran defecto: demasiado popular (sería perfecto de estar menos lleno).
Lo más importante es elegir la hora adecuada. Ni muy tarde ni muy temprano (siempre para cenar, e insisto, es de crucial importancia atinar con el horario ideal, que cambia según la estación).
Basta agenciarse un par de vasos de plástico, una botella de vino y un par de schiacciate (vamos, lo que viene a ser un bocadillo con pan de pizza, o sea, una variante de panino). Ya que la comida, en este restaurante, es lo de menos...
porque lo verdaderamente espectacular son sus vistas....